Miles y miles de metros cuadrados albergan los ‘ninots’ indultados por un virus que truncó este año las populares fiestas valencianas y ahora amenaza su futuro
Valencia ardió la noche del 10 de marzo. Lo hizo a través de grupos de WhatsApp y redes sociales. La combustión sucedió de una forma distinta y nueve días antes de lo que, desde la Guerra Civil, nada ni nadie había podido interrumpir. El coronavirus impidió que las fallas se quemaran, la mayoría ni llegó a asomarse a las calles. Ese mismo martes, al mediodía, la mascletà había reunido a decenas de miles de personas; por la tarde, la Generalitat anunció la suspensión de las populares fiestas de Valencia. Desde ese momento, la capilaridad de un tejido asociativo enorme sirvió para amortiguar el impacto. Más de 150.000 de los casi 800.000 habitantes de la tercera ciudad de España participa de algún modo en las Fallas. De Peñíscola a Benidorm, 90 municipios plantan cientos de monumentos, aunque nada es comparable a la capital donde 750 obras de arte efímero, la mitad de ellas de varios metros de altura, permanecen hoy guardadas en los almacenes de las Fallas más tristes y solitarias.
El silencio que las rodea es inédito y describe un futuro incierto para los creadores de este hecho central en unas fiestas declaradas Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la Unesco. Cinco meses después, los monumentos plastificados son la imagen del año más triste en la historia de las fallas. 10.000 metros cuadrados de Feria València y una nave de La Marina albergan un tercio de esas gigantescas esculturas. Los restantes ocupan talleres y fábricas alquiladas por los propios autores. “El 90% de nuestros negocios tienen la persiana bajada y nos enfrentamos a un año sin encargos. Muchos cerrarán”, comenta José Ramón Espuig, maestro mayor del Gremio de Artistas Falleros (GAF). El Ayuntamiento de Valencia ya ha avisado: haya o no fiestas en 2021, en las calles o no, esas fallas arderán.
Los ninots, las figuras que conforman los monumentos falleros, satirizan sobre una sociedad y un mundo que ya no existen: lo anterior a la covid-19. El humor grotesco, tan característico de las Fallas, pierde su sentido. “La crisis a la que se enfrentan no es comparable a ninguna anterior”, afirma Gil-Manuel Hernández, sociólogo y antropólogo y director del Museu Faller. “La primera crisis fue la que consolidó su fortaleza e identidad a finales del siglo XIX, pero ha sobrevivido a la Guerra Civil, a la riada del 57, a las crisis económicas. Hasta 2020, los valencianos tenían la percepción de que las Fallas sobrevivían a cualquier cosa, pero el momento actual es crítico porque afecta a sus dos pilares: la incógnita sobre los monumentos y un virus que impide la sociabilidad que se desarrolla durante todo el año. El teatro fallero, los torneos deportivos, las cenas, todos los encuentros…”. Para muchos, “ser fallero también es adquirir una serie de servicios que la comisión te presta: organización de fiestas, actividades constantes y actos durante todo el año. En el momento en que ese sistema colapsa y que es evidente que muchas familias se van a enfrentar a problemas económicos… la cuestión será cuántos, pero habrá una caída del censo”, indica Hernández.
Esta semana está prevista una reunión entre Generalitat, Ayuntamiento de Valencia, responsables del gremio y otros agentes claves de las Fallas para tomar una decisión. El objetivo es dar una solución definitiva a los dos tercios de monumentos que todavía no han sido sacados de los talleres. “La Generalitat ha centrado los esfuerzos de su contrata logística en el reparto de mascarillas, alimentos, material sanitario, etcétera. Ahora podemos atender esta petición y no descartamos casi ninguna salida para asistir al colectivo de artistas”, señalan desde Presidencia de la Generalitat. Incluso, la posibilidad de pagar alquileres a terceros, tal y como estos artistas llevan haciendo por su cuenta con algunas naves industriales. El Ayuntamiento de Valencia reaccionó con un plan de ayudas.
La factura de la construcción de Fallas en 2020 superó los ocho millones de euros en la ciudad y otros ocho, según el gremio, sumando el trabajo para el resto de municipios. En los polígonos del entorno metropolitano, naves que llevaban años vacías se han convertido de manera improvisada en almacenes de Fallas. Un breve paseo junto a alguno de los artistas por entre los monumentos es de lo más contradictorio. Escenas socarronas, pícaras e infantiles que se quedaron a tan solo unos días de exhibirse ante sus mecenas. Ahora aisladas, ocupando miles de metros cuadrados de manera desordenada por toda la zona, son una postal distópica para este colectivo tan numeroso.
Con el taller ocupado por monumentos fuera de contexto, la mayor garantía de las fallas es el tejido social. “Muchas comisiones son una segunda familia. Una fraternidad que también se deja notar frente a las crisis”, destacan desde Junta Central Fallera. Como ya sucediera en el pasado, las agrupaciones de origen festivo se han convertido en un ‘tercer sector’ durante el confinamiento. Los casales, bancos de alimentos. Sus miembros, repartidores de medicinas, calle por calle, con una capacidad organizativa difícilmente comparable, pero habitual para quien está acostumbrado a levantar monumentos artísticos en apenas unos meses (para prenderles fuego). Ese entramado de relaciones marca el carácter solidario y cercano de los valencianos y es la principal fortaleza de la fiesta, pese a la relatividad que la palabra ha adquirido durante los últimos meses.
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